“El hombre bueno será siempre un principiante”.
Marco Aurelio.
En Psicología y en Coaching se
habla mucho del inconsciente. Y desgraciadamente es un término que no se aclara
y que da lugar a malentendidos, una especie de cajón desastre, una denominación
bajo la cual metemos lo que sea dado que no se puede demostrar o investigar, y
un argumento utilizado por los que, jugando con la salud de las personas y su
buena voluntad, hacen negocio y dinero.
Que el inconsciente existe es
algo que no podemos dudar. Nuestros sentidos reciben y envían a nuestro cerebro
aproximadamente once millones de unidades de información por segundo y nuestra
consciencia tramita unas cuarenta. De hecho, nuestra memoria de trabajo a corto
plazo ha sido definida como “el maravilloso número 7 más menos 2” por la dificultad que tenemos
las personas de recordar series de letras o números mayores a 9 cifras, y el
siete la media en la ejecución de tareas de este tipo. Que a nivel motor –
nuestros movimientos -, lingüístico y sensorial la mayoría de los procesos son
inconscientes es un hecho. Pero, ¿cómo podemos definir el inconsciente?
El inconsciente agrupa todos
aquellos procesos mentales que son inaccesibles a nuestra conciencia pero que
influyen en nuestros juicios, pensamientos, sentimientos y conductas. Sus
funciones principales son detectar patrones en el medio en que vivimos, actuar
de filtro sobre aquello que captan nuestros sentidos, interpreta el
comportamiento de otros, evalúa mediante las emociones el medio y a los demás,
y puede tener objetivos diferentes a los que conscientemente afirmamos tener.
Aquí cabe preguntar cómo el inconsciente decide qué información selecciona,
cómo interpreta y evalúa y qué objetivos nos van a poner en marcha. Algunas
teorías afirman que el inconsciente decide según el grado de exactitud de la
información para representar el medio. Otras hablan de la accesibilidad – se
quedaría con la información “más a mano” –, también tenemos las teorías de
Freud, con las derivaciones que ha hecho la Gestalt. Nosotros
pensamos que el sistema consciente – inconsciente es el fundamento del sistema
inmunológico mental: nuestro deseo de sentirnos bien es universal y lo que nos
hace sentirnos bien depende de nuestra educación y cultura. El deseo no está en
nuestra cabeza constantemente, pero sí aquello que lo satisface.
Para aclarar un poquito más qué
es el inconsciente, lo vamos a comparar con la conciencia. Los procesos no
concientes dependen de múltiples módulos mentales, detecta patrones
automáticamente, trabaja con información del “aquí y ahora”, es automático (es
decir, es rápido, inintencionado, incontrolable y no requiere esfuerzo), es
rígido (difícil de cambiar), es precoz y es sensible a la información negativa.
La conciencia es un solo proceso, no detecta patrones sino que analiza elemento
a elemento, se encarga de la planificación o de conectar con el pasado, es
controlable, aparece lentamente en la infancia y es sensible a la información
positiva.
De todo lo anterior se deduce que
si queremos mantener nuestro sistema inmunológico mental tenemos que aprender,
como si cada día fuésemos principiantes, a saber quienes somos, saber por qué
actuamos como actuamos, por qué sentimos actualmente una serie de emociones y
cómo nos sentiremos en el futuro, y con toda esta información, narrarnos a
nosotros mismos las historias de nuestras vidas, ponerlas en contexto y
valorarlas de forma que el bienestar psicológico se mantenga.
Sin embargo, a veces podemos
encontrar muestras de cómo no se debe proceder. Un ejemplo. Al comienzo de la
crisis financiera, muchos empleados de empresas financieras confiaban
ciegamente en los modelos matemáticos y en las teorías de selección de carteras
y de inversiones, aunque no los entendiesen. Esta confianza contribuyó a un
aumento de la ignorancia de los riesgos reales para la economía. Pero un
ejemplo menos ético fue lo que pasó en España. Durante años, basados en la
confianza con el director de la sucursal del banco o caja, se colocaron
productos financieros como participaciones preferentes, contratos de venta de
opciones, derivados y estructurados… que ni ellos mismos entendían, sólo porque
los jefes de turno era lo que exigían.
Estos ejemplos han dado lugar a
la teoría de la organización basada en la estupidez. Una organización estúpida
es aquella en la que no hay reflexión crítica y se margina a quien ponga en
duda a los mandos. De hecho, se bloquean las acciones comunicativas de aquellos
que no piensan igual. Y ¿Cómo? Mediante discursos, manipulando símbolos, con
historias sobre éxito, desarrollo personal, responsabilidad corporativa… es
decir, explotando los mecanismos del inconsciente. Si no tienes información
negativa (no percibes que corras algún riesgo si actúas como te piden), te
inundan con discursos triunfalistas, generan sentimientos de valía o autonomía pero
al mismo tiempo los anulan (piensen en la autonomía que tiene un asalariado en
sus objetivos o en sus modos de proceder para lograrlos). Y lo peor, es que
algunas investigaciones demuestran que a corto plazo, las organizaciones
estúpidas aumentan la productividad. Se necesitan robots, no personas que
piensen, sientan y actúen.
El precio que se paga es
insatisfacción, hastío, niveles de estrés inhabilitantes, crecimiento de los
trastornos emocionales como la depresión, problemas de pareja por el exceso de
dedicación al trabajo y no a la familia…
A nuestro inconsciente no le importa saber la verdad. Le importa sobrevivir y que psicológicamente tengamos un estado de bienestar personal. Dejarle que él decida, es un riesgo que no podemos asumir. Intentar ser conscientes de todo, nos volvería locos. Encontrar el equilibrio entre ambos, es una tarea continua y para siempre, que rompe las cadenas de malestar y libera recursos para afrontar la vida. Es, en definitiva, el fundamento de toda terapia y de todo proceso de Coaching.
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