“Todo lo que
somos es el resultado de lo que hemos pensado; está fundado en nuestros
pensamientos y está hecho de nuestros pensamientos”.
La práctica clínica nos permite
analizar la realidad en la que vivimos desde el punto de vista de diferentes
personas. Lo mismo sucede con el Coaching. El maravilloso ejercicio de nuestra
profesión nos permite asomarnos a cada ser humano, a sus miedos y necesidades,
a sus anhelos y deseos, a las frustraciones y, también, a las alegrías.
Gracias a nuestro trabajo, hemos
logrado encontrar algunos patrones de infelicidad. Pequeñas cosas a las que no
hacemos caso, a esas que no se le dan importancia pero que erosionan incluso al
granito más compacto. Vamos con ellas.
A
las personas les cuesta pensar a largo plazo. Nos quedamos con lo que nos agrada
en el momento en que estamos. Se nos olvidan las consecuencias aversivas
diferidas. El ejemplo clásico es fumar. Nos relaja, nos gusta… pero las
consecuencias en cinco o diez años pueden no tener solución. Lo mismo pasa con
comer dulces en exceso, relajarnos en un centro comercial…
Las
personas cometen errores mentales constantemente. Y esos errores son
predecibles. No somos capaces de ver u oír
aquello que no esperamos, nos creemos antes las historias y leyendas que los
datos, sobrevaloramos nuestras habilidades y conocimientos, la probabilidad es
un invento contrario a nuestra forma de percibir la vida y no realizamos
experimentos sobre nuestra experiencia diaria.
No
estamos acostumbrados a pensar en términos de coste/beneficio ni nos planteamos
objetivos de manera eficaz. El cerebro es una máquina imperfecta, hecha para
sobrevivir, no para planificar. Tenemos que realizar el esfuerzo de marcarnos
objetivos y esforzarnos por lograrlos. No
actuar así es pulular por la vida y estar a disposición de las
limitaciones de nuestra mente, como los efectos de memoria imperfecta – nos acordamos
de lo primero y último que nos dicen -,
se generan anclajes (es decir, nuestra respuesta a algo depende de la
información anterior), y no somos capaces de ver que, una simple pregunta,
lleva implícita la respuesta deseada por el
otro interlocutor. A eso se le llama que otras personas o cosas
controlen nuestra vida, porque perdemos la guía, la perspectiva.
No
nos gustan las críticas. Nos fastidia profundamente que nos digan qué hemos
hecho mal, que no gusta de nosotros. No las vivimos como oportunidades de
aprendizaje.
No
trabajamos en nosotros mismos. Nos
cuesta realizar las tareas que un Coach o un psicólogo nos pide semana a
semana. Y pensamos que vamos a mejorar sin trabajar o sin esfuerzo. Se nos
olvida la “práctica esforzada”, que es dedicar horas y horas con la mente y la
voluntad puesta en una meta deseable.
Las
nuevas tecnologías no ayudan a la comunicación. Es una creencia. Los datos
demuestran que dificultan la comunicación dado que imponen formas de hacerlo. Matan a las empresas (los empleados
manejan chats de conversación, búsquedas
en Internet o usos de redes sociales) y
matan al amor (una encuesta reciente dice que hasta el 76% de las personas han
preferido ver la tele o un partido de fútbol a hacer el amor con sus parejas).
No
estamos presentes. Es lo que más daño
nos hace. Preferimos el teléfono, planear en cómo pasar la tarde, acordarnos de
las doscientas mil tareas pendientes que disfrutar, de respirar, de comer, del
agua de la ducha o de un más que merecido descanso.
En
definitiva, cada día se hace más necesario la guía y el apoyo de un
profesional. Ser uno mismo es una necesidad acuciante si queremos avanzar y
dejar de lado los sentimientos de abatimiento, no ser capaces de superar la
situación o incluso dejarse llevar. Es una lástima que los problemas que Fromm
describía en “El miedo a la libertad”
y en “Psicoanálisis de la sociedad
contemporánea”, escritos en la década de los 40 el primero y el segundo de
los 70, sigan hoy más vivos que nunca.
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